sábado, 26 de febrero de 2011

Santiago y Yo (I)

Un día escuché por pura casualidad una conversación nocturna de mis padres en la que, once años después, discutían airadamente sobre el nombre que me debían haber puesto. Mi madre le reprochaba a mi padre el no haberme querido llamar Antonio, como mi abuelo, y no paraba de repetir que cómo esperaba que saliera con ese nombre-yo-, que parecía tonto-él-, que si todo era culpa suya, que porqué no podía hacerle caso nunca, que menudo disgusto se llevaron todos en su día, que si qué iba a ser de mí, que si ya vería, ya vería… y muchas más cosas por el estilo de las que apenas tengo recuerdos. Fue entonces cuando comprendí que algo sucedía conmigo aunque no sabía muy bien el qué.

Por lo pronto me fascinó descubrir que tenía un nombre falso, porque para la familia de mi madre yo había sido Antonio hasta el día de mi bautizo y algunos aun me llamaban así con el beneplácito de mi madre cuando ni yo ni mi padre estábamos para oírlo. Durante mis dos primeros años de vida vestí con gran naturalidad la ropa que mi abuela y mis cuatro tías habían tejido para mi sosa, sin apenas sospechar que estaba aprovechándome de un bien ajeno. Y aún más, gran parte de los ahorros que mi madre guardaba para pagar mi universidad procedían del dinero que mi familia había entregado a Antonio durante los meses siguientes a su nacimiento. Quiero decir, con once años aun no sabía gran cosa de Antonio, pero sí comencé a adivinar a través de algunas fotografías que la ropa con sus iniciales le sentaban mucho mejor que a mí –qué coño pinta un Santiago con una puta A pegada al pecho-, que él tenía un ademán de brillante universitario del que yo a mis once años carecía por completo y que de haber sobrevivido durante más de seis meses, seguramente Antonio habría compartido pupitre con Ana, idea que me corroía el pecho y me inflamaba las pupilas, al tiempo que me hacía alegrarme enormemente de la muerte prematura de ese niñato pelón.

Alguna vez escuché decir que se podría reescribir la historia a través de la historia de los hombres que eligieron luchar contra su destino -es una frase absurda que se dice mucho y con muchas cosas-, pero ese no era mi caso, porque yo no elegí nada. A mí fue mi padre el que me sacó de una patada de aquello que llaman el discurrir normal de las cosas -o el acontecer, o el girar, incluso a veces- y me colocó en no sé qué dimensión subyacente que nada tenía que ver con la realidad de mi vida, desde luego. Así que tuve que aprender a convivir con la idea de habitar una dimensión paralela que nunca habría tenido que existir, con la resignación de quien acepta la expansión del universo o la generación espontánea de las cosas. Y no sin cierto sentimiento de culpa, me propuse encaminar mis actos hacia el fin de afectar lo menos posible el equilibrio universal que nunca tendría que haber roto, o, si se quiere una minimización absurda altamente motivadora , a luchar contra el destino por el bien de su imposición.