miércoles, 16 de marzo de 2011

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Me gusta dormir la resaca los domingos por la mañana y por las noches, disfrutarla. Casi todos los momentos de mucha claridad mental de mi vida los he tenido un domingo resacoso, a eso de las nueve o las diez de la noche. Sucede de repente, casi sin que te des cuenta. Son espacios cortos de tiempo en los que de pronto todas las cosas parecen ir más despacio que tú, el mundo se ralentiza y todo se ve distinto, más tranquilo, menos difuso…son momentos de paz, grandes momentos de paz. Me gustan las resacas por eso, pero no por el dolor de cabeza. Me gustan las tormentas de verano. Los segundos antes a una tormenta de verano, cuando caen las tres primeras gotas sobre el asfalto y todo empieza a oler a eso…a tormenta de verano, ya sabes lo que digo. También me gusta el número tres, como a la mayoría, y odio las alfombras. No sé, quizás terminara antes la lista enumerando todas las cosas que odio, o que no me gustan, es posible que fuera así, ojalá fuese así, pero prefiero no saber cómo es. Me gusta divagar, dar rodeos. Cuando uno se enfrenta a un asunto que no sabe bien cómo tratar es mejor hacerlo así, lo mejor es acercarse dando vueltas en redondo, observar, calibrar, medir hasta que… ¡zas! de pronto una fuerza extraña te empuja al centro de una patada y aparece la verdad, tu verdad, la que buscabas. Así es como funciona y así es como me gusta. Me gusta la retórica, los griegos la dominaban. Es muy fácil demostrar que tienes razón cuando la tienes, eso no tiene ningún mérito, lo difícil es convencer a alguien de algo cuando estás equivocado. Eso es lo difícil de verdad, y los griegos lo hacían. Lo difícil, difícil, es no tener nunca la puta razón en nada y hacer que todo el mundo crea que la tienes, y los griegos eran unos jefes haciendo eso. Después llegó la ciencia y eso y todo se fue a la mierda. Me gusta llorar de risa y a veces reír de llanto, cuando estoy nervioso, claro. La risa es otro rodeo a veces. Cuando no sabes qué hacer y resulta que te ríes, te ríes por no llorar o eso, porque no sabes qué hacer, te ríes. Yo me río mucho en los funerales y en los tanatorios, no sé si me gusta o no, pero lo hago. A lo mejor lo que no me gusta es que la gente me vea a hacerlo, no me gusta que me guste, pero lo hago sin querer, me sale así, y lo hago. Me gusta ser diferente. ¿Diferente a qué? No sé, diferente. Ya…a nadie le gusta ser diferente porque sí, se es diferente por contraposición y eso es una mierda. A ti te gusta ser diferente a un pijo, o a un gafapasta, o a un heavy, a un existencialista con tendencias suicidas, o a un argentino, pero eso no es ser diferente, eso es ser igual que otros. Lo diferente es no pensar en esas mierdas, o no sé si es lo diferente, pero seguro que es lo mejor. Yo solo le pido dos cosas a dios, no volverme nunca ni creyente, ni argentino. Los argentinos se pasan el día hablando de sí mismos y describiéndose y contándote cómo son y esas cosas, no lo soporto, ¿quién coño soy yo para decirle a nadie cómo soy?, ni que fuese capaz de conocerme bien o algo, ¿qué mierda es esa? Yo puedo intentar hacer una lista de las cosas que me gustan o algo así para intentar conocerme mejor, pero me pasaría la puta vida cambiándola, y añadiendo y quitando cosas, todos los días y a todas horas ¿cómo coño voy a explicarle yo a nadie algo tan difícil? No soy una puta imagen, ni una etiqueta, soy algo mucho más grande que eso. Me gusta escribir sin pudor, porque escribir con pudor no merece la pena. Antes me gustaba Mägo de Oz, pero ya no me gusta, me gusta que me haya gustado porque tengo muchos recuerdos y eso, pero, joder, no, ya no. A veces me gusta la forma más que el contenido y otras es al revés, según para qué. En literatura me gusta más el contenido que la forma -hasta ahí podíamos llegar-, pero en las mujeres me gusta más la forma que el contenido, así soy. Me gustan las mujeres con forma, pero sin contenido, o mejor, me gustan las mujeres con un contenido espantoso, horrible, deforme, monstruoso, soy lo que se dice un auténtico imbécil. Podría enamorarme mil veces de Paris Hilton antes que de Almudena Grandes, por ejemplo. Eso es ser un imbécil, un gran imbécil, un imbécil con todas las letras. Podría llegar a cascármela con un trozo de papel albal supongo, eso también, o qué sé yo cuántas cosas más. Me gusta dejar de pensar a veces y sentir. Me gusta escribir en el ordenador, porque pasa eso, a veces las palabras se me cuelan por unos circuitos internos que él tiene y yo pierdo su control y de pronto me sorprendo leyendo algo que parece ajeno a mí. Esto lo dice Millás, no lo digo yo, pero yo lo firmo. Me gusta que parezca ajeno. Me gusta teclear como poseído a ratos, frenético, sentirme el puto amo, sentirme dios, sentirme el puto Sartre escribiendo la segunda mitad de La Nausea y luego levantarme, ir al baño, o comer algo, tomar un café, o si eso dormir, volver a sentarme delante de la pantalla y comprobar sin sorpresa que me encuentro ante la mayor mierda que mis ojos hayan tenido que leer jamás. Me gusta ahora, ahora que ya no le doy importancia y suelto las cosas según salen, sin filtro, para no tener que pensar. Me gusta cambiar de opinión, equivocarme, llevarme la contraria a mí mismo, ser vulnerable, saber que soy vulnerable, claro que soy vulnerable, claro que lo soy, ¿qué si no? Me gusta el rock en español, pero el cerdo, el cerdo de verdad, el de mear en los portales y vomitar calimocho y tragar colillas, tragar colillas por un tubo, tragar colillas una detrás de otra y morder aceras¡¡¡joderr!!! eso sí que me gusta, el caos, el puto caos. Tragar colillas y mear en los portales y escupir calimocho por la nariz cuando me río, mi caos y mi orden dentro del caos, eso me gusta. Mägo de Oz no es el caos, qué coño va a ser el caos, todo está perfecta y aburridamente estudiado para resultar bonito, eso es una mierda. Me gustan las sobredosis, el descontrol, la velocidad. Ver al enano de un circo follándose con violencia a la mujer barbuda en los baños de una estación de tren. Eso es el puto caos, el absurdo. Me gusta follar, como a todo el mundo, y me gusta la canción “Puta” de Extremoduro, porque esta noche es la mejor canción del mundo. Follar mientras escucho Puta, eso es lo más. Los orgasmos, los solos de guitarra y los orgasmos y los solos de guitarra a la vez, todo en uno. Los besos que son mordiscos en lo que dura el riff, el riff, el puto riff con ese ritmo que te lleva, con sus arranques y sus pausa, su subida, su bajada, su subida y su bajada una y otra vez, y otra y otra y otra…El momento, el puto momento. El carpe diem, pero sin decirlo, sin romanticismos de mierda, si lo dices pierde la gracia. Sentir, el puto momento sin más, solo el momento. El momento que gira y gira sobre sí mismo, que parece que termina y que vuelve a empezar, que parece que nunca acaba, que tiene su propio ritmo, como el riff y que te envuelve. Los dejà vu, las ruletas, los agujeros negros, el universo, los pelos, el sudor, las lenguas, la música, todo junto. Las cosas que tienen su propio ritmo, las que se ralentizan y te dejan a ti solo, justo en el centro de ellas y de todo el resto de cosas, con tu caos y tu momento, feliz. Los domingos de resaca por las noches y los orgasmos, los momentos en que solo dices: “¡¡joder!!, ¡¡qué puto bien!!” y te olvidas de Mägo de Oz y de los argentinos, de los putos argentinos de mierda y de sus movidas que nunca llevan a ningún sitio.

sábado, 26 de febrero de 2011

Santiago y Yo (I)

Un día escuché por pura casualidad una conversación nocturna de mis padres en la que, once años después, discutían airadamente sobre el nombre que me debían haber puesto. Mi madre le reprochaba a mi padre el no haberme querido llamar Antonio, como mi abuelo, y no paraba de repetir que cómo esperaba que saliera con ese nombre-yo-, que parecía tonto-él-, que si todo era culpa suya, que porqué no podía hacerle caso nunca, que menudo disgusto se llevaron todos en su día, que si qué iba a ser de mí, que si ya vería, ya vería… y muchas más cosas por el estilo de las que apenas tengo recuerdos. Fue entonces cuando comprendí que algo sucedía conmigo aunque no sabía muy bien el qué.

Por lo pronto me fascinó descubrir que tenía un nombre falso, porque para la familia de mi madre yo había sido Antonio hasta el día de mi bautizo y algunos aun me llamaban así con el beneplácito de mi madre cuando ni yo ni mi padre estábamos para oírlo. Durante mis dos primeros años de vida vestí con gran naturalidad la ropa que mi abuela y mis cuatro tías habían tejido para mi sosa, sin apenas sospechar que estaba aprovechándome de un bien ajeno. Y aún más, gran parte de los ahorros que mi madre guardaba para pagar mi universidad procedían del dinero que mi familia había entregado a Antonio durante los meses siguientes a su nacimiento. Quiero decir, con once años aun no sabía gran cosa de Antonio, pero sí comencé a adivinar a través de algunas fotografías que la ropa con sus iniciales le sentaban mucho mejor que a mí –qué coño pinta un Santiago con una puta A pegada al pecho-, que él tenía un ademán de brillante universitario del que yo a mis once años carecía por completo y que de haber sobrevivido durante más de seis meses, seguramente Antonio habría compartido pupitre con Ana, idea que me corroía el pecho y me inflamaba las pupilas, al tiempo que me hacía alegrarme enormemente de la muerte prematura de ese niñato pelón.

Alguna vez escuché decir que se podría reescribir la historia a través de la historia de los hombres que eligieron luchar contra su destino -es una frase absurda que se dice mucho y con muchas cosas-, pero ese no era mi caso, porque yo no elegí nada. A mí fue mi padre el que me sacó de una patada de aquello que llaman el discurrir normal de las cosas -o el acontecer, o el girar, incluso a veces- y me colocó en no sé qué dimensión subyacente que nada tenía que ver con la realidad de mi vida, desde luego. Así que tuve que aprender a convivir con la idea de habitar una dimensión paralela que nunca habría tenido que existir, con la resignación de quien acepta la expansión del universo o la generación espontánea de las cosas. Y no sin cierto sentimiento de culpa, me propuse encaminar mis actos hacia el fin de afectar lo menos posible el equilibrio universal que nunca tendría que haber roto, o, si se quiere una minimización absurda altamente motivadora , a luchar contra el destino por el bien de su imposición.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Pequeñas confesiones bastardas

Me encanta la palabra ególatra. No es que me considere yo un ególatra ni nada de eso. Nada que ver. Es la palabra en sí. Tiene una sonoridad que me fascina.
El hecho de que sea esdrújula, supongo, y esa pomposidad de la segunda y la tercera sílaba retumbando en el paladar al pronunciar... ególatra. Me pasaría el día repitiéndolo. Ególatra, ególatra, ególatra...
También me gusta decir Schopenhauer, y no por eso soy Schopenhauer, ¿no?
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Con esta pequeña idiotez doy por inaugurada una nueva etapa en el blog. La verdad que hasta a mí me estaba empezando a aburrir ya la falta de variedad, y supongo que de ahí el hecho de que haya actualizado sólo cinco veces en todo éste año -cinco...- y de que actualización tras actualización haya ido incumpliendo la promesa de volver a cogerlo con ganas.
Así que espero empezar a hacer del blog un lugar más personal, que es lo que debe de ser. Seguiré comentando cosas de actualidad y opinando como hasta ahora, pero más esporádicamente. Osea menos esporádicamente porque espero actualizar más a menudo, pero más esporádicamente porque no siempre que actualice va a ser en ese plan...se entiende, no?
Con el tiempo espero ir subiendo algún relatillo corto -de esos que después de años y años parece que estoy volviendo a escribir- con la única intención de que no os desagrade demasiado. Y nada más, a quien ande por ahí, si es que alguien queda, un saludo y espero que empecemos vernos a menudo por estos lares.